La muerte de la primera mujer de Alfonso VI, Inés de Poitiers, y la necesidad de asegurar la sucesión al trono y de establecer alianzas políticas y económicas, llevará a Constanza de Borgoña a Castilla y, con ella, a diversos eclesiásticos y caballeros, entre los cuales destacarían Raimundo y Enrique de Borgoña. A fin de anudar esa alianza castellano-borgoñona, se concertará el matrimonio entre Raimundo y Enrique, por un lado, y las hijas de Alfonso VI, por otro: Así, Raimundo de Borgoña se casará con Urraca, naciendo de esta unión el que habrá de ser Alfonso VII de Castilla, mientras que Enrique tomará como esposa a Teresa. Los jóvenes matrimonios recibirán sendas mandaciones en el área noroccidental de Castilla, esto es, Raimundo y Urraca en Galicia, y Enrique y Teresa en Portugal.

Dado el infructuoso matrimonio de Alfonso y Constanza, el monarca castellano se unirá a Zaida, viuda del rey moro de Sevilla - bautizada como Isabel -, a fin de asegurar la sucesión masculina, cosa que conseguiría en la persona del infante Sancho, que se convertirá así en heredero al trono castellano. Sin embargo, la muerte del infante en la batalla de Uclés (1108), combatiendo a los almorávides, iba a hacer de Urraca la heredera, dado que era la única hija legítima viva de Alfonso VI. Urraca y su marido, Raimundo de Borgoña, aseguraban la estabilidad en el reino, pero la temprana muerte del segundo, hizo necesario establecer un nuevo enlace con el que asegurar la posición de la reina, especialmente en un momento en el que los almorávides constituían todavía un serio peligro, tanto como una excelente oportunidad para expandirse. El elegido sería Alfonso I de Aragón, conocido como el Batallador, matrimonio por el que se vinculaban las dos entidades más poderosas de la España cristiana en ese momento - Alfonso I era también rey de Navarra -, así como se tranquilizaba al agitado condado de Castilla que, expuesto a la penetración musulmana y siempre más belicoso, daba muestras de inclinarse por el Batallador frente a los monarcas leoneses.
Por su parte, ni a Teresa ni a sus descendientes, les iba a resultar fácil convertirse en pretendientes al trono, en tanto en cuanto que Teresa era hija ilegítima de Alfonso VI. Tras la muerte de su marido Enrique, Teresa tendió a establecer vínculos con la alta nobleza gallega - concretamente con el hermano del poderoso conde de Traba - con el fin de fortalecer su posición de cara a cualquier tipo de eventualidad que pudiera surgir. Sin embargo, Teresa, lejos de convertirse en señora de su mandación, no parecía haberse convertido más que en cabeza de una facción nobiliar, que sólo pugnaba por establecer un cierto equilibrio o una mayor autonomía respecto a quienes ostentaban la hegemonía en Galicia y contaban con el favor de Alfonso VII. Así, la ambigua e interesada política de estos nobles respecto a dicho monarca, determinó a Alfonso Enríquez, hijo de Teresa y Enrique de Borgoña, a dar un golpe de timón: el titular de la mandación o condado de Portugal, en este caso, Teresa, no estaba utilizando a parte de la nobleza gallega para asegurar su posición o plantear derechos al trono, sino que era esa nobleza la que la utilizaba como baza para consolidar su propia situación. Si Alfonso Enríquez quería consolidarse al frente del condado, tenía que convertirse en cabeza de partido, generar, de hecho, su propio partido, a fin de contrarrestar tanto a la nobleza como al propio monarca, Alfonso VII, del cual, como soberano, dependía, al fin y al cabo, su situación.
Expansión y consolidación del reino

Ahora bien, si el apoyo de la nobleza militar era imprescindible, el de los magnates eclesiásticos resultaría vital. Si los intereses de la nobleza gallega y portuguesa podían ser divergentes, las gestiones realizadas por el obispo Gelmírez en favor de Santiago como sede preeminente, pusieron en guardia al arzobispo de Braga, Paio Mendes, y al obispo de Oporto, Joao Peculiar, que, temiendo quedar sometidos al cada vez más poderoso obispo compostelano, decidieron otorgar su apoyo a Alfonso Enríquez, siempre que éste defendiera la autonomía y los intereses de los prelados portugueses. Por su parte, las tensiones generadas por Alfonso I, el Batallador en torno a las inmunidades eclesiásticas, y la virulenta oposición de la nobleza aragonesa a los términos reflejados en su testamento - por el cual, las órdenes militares heredarían el reino - mostraron a Roma que apenas contaba con aliados seguros en España. Por us parte, Portugal aparecía como un pujante principado, pero para consolidarse como reino necesitaba un aliado exterior, tanto como Roma deseaba tenerlo en la Península Ibérica. Así, ante la ofensiva emprendida por Alfonso VII para recuperar la plena soberanía sobre el condado portugués, la propia sede pontificia intercedería por el vencedor de Ourique, a través de su legado Guido de San Cosme, logrando que el monarca castellano concediera al portugués la posibilidad de utilizar el título de rey (1143). No obstante, tras la victoriosa batalla de Ourique, la nobleza portuguesa ya habría proclamado a Alfonso Enríquez como rex portugalensium, convirtiéndose así en Alfonso I de Portugal.
A fin de asegurar su nueva situación, Alfonso I emprendería nuevas campañas contra los musulmanes, tomando Santarém (1146), Lisboa (1148) o Évora (1165). Sin embargo, la presión ejercida sobre enclaves leoneses como Ciudad Rodrigo y, muy especialmente, la toma de plazas como Cáceres, Trujillo o Montánchez alarmaron a Fernando II, rey de León, que temía que los castellanos por el Este y los portugueses por el Oeste, pudieran cortar su línea de progresión hacia el Sur, como ya le había ocurrido a Navarra respecto a Castilla y Aragón. La derrota en 1170 de los portugueses en Badajoz - ante una coalición almohade-leonesa - resolvería, de momento, la situación a favor de los leoneses, que dejarían a los lusos progresar por una estrecha franja del territorio peninsular, proceso reconquistador que habría de culminar cuando Alfonso III llegara en 1249 a los Algarves.
FUENTE: ARTEGUIAS.COM
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