En el Tratado de París (diciembre de 1898), España cedió su soberanía sobre las más de 7000 islas que constituían el archipiélago filipino al gobierno norteamericano, a cambio de 20 millones de dólares. Quizá gracias a que su metrópoli anterior había sido una de las potencias colonizadoras menos eficientes, según los parámetros internacionales del imperialismo europeo de finales del siglo XIX, los Estados Unidos asumieron la “pesada carga” de tutelar el futuro desarrollo económico, social y político de un territorio que era el más desarrollado en el terreno económico de todo el Sudeste Asiático que superaba a sus vecinos en términos de renta per cápita, exportaciones per cápita, número de universitarios per cápita, y que tenía una clase media ilustrada, integrada por mestizos, descendientes de españoles y notables indígenas que, además de controlar los resortes básicos de la economía insular, había desarrollado el primer proyecto nacionalista burgués de todo el continente asiático, cuya culminación fue la Liga Filipina (1892), de José Rizal. Según la publicística que justificó la ocupación norteamericana las Filipinas después de 1898, y también según una parte considerable de la historiografía norteamericana que ha analizado la experiencia colonial desarrollada por su país en el archipiélago, los Estados Unidos abordaron el proyecto de ingeniería social o de modernización de Filipinas como un ejercicio de americanización de una sociedad asiática, auto-duplicación, según la expresión de Glenn Anthony May, que pretendía traspasar los valores de la libertad, la democracia y el desarrollo económico alcanzados ya por los Estados Unidos a fines del siglo XIX a un país del Extremo Oriente. Hoy calificaríamos este proyecto como un intento de clonación social. La asimilación benevolente, en expresión de McKinley de los denominados por su secretario de la Guerra Eliu Root “nuestros pequeños hermanos morenos”, se basaba en la creencia de que la simple observación directa por parte de los filipinos de las virtudes y logros alcanzados por la civilización americana bastaría para promover la “felicidad, la paz y la prosperidad” en el pueblo filipino.
Sin embargo, medio siglo después de que concluyera el despliegue de las principales reformas institucionales programadas por la Comisión Filipina para lograr este objetivo, y poco antes de que “un cirujano de hierro” Ferdinand Marcos asumiera su primer mandato como presidente (1966-1969), la felicidad y la prosperidad parecían más lejanas para los filipinos que en 1898. Según el censo de población de 1960, mas de la mitad de sus viviendas continuaban construyéndose a base de hierba seca, hojas de palma y bambú; el 45% no disponía de servicio sanitario de ningún tipo, y sólo el 8% contaba con algún sistema de conducción de aguas residuales. El 94% de las viviendas no disponía de electricidad.
Esta situación era resultado de unas tasas de crecimiento muy bajas, de en torno a un 0,6% per cápita , entre 1902 y 1961, propiciadas en gran parte por un sector no agrario pequeño y dinámico, fuertemente participado por las multinacionales. Aún mas, la etapa de mayor crecimiento coincidiría con el período de plena independencia de Filipinas, entre 1948 y 1961, con una tasa del 1,25% anual. Pese a que la reforma agraria había sido una de las banderas del proyecto colonizador americano, el desequilibrio en la distribución de la renta no había hecho sino aumentar con el paso de los años, y seguía aumentando después de la Segunda Guerra Mundial. En 1961, el 5% de la “anarquía de familias” mas ricas, definida por Alfred McCoy, recibía el 30% del producto, y reforzaba los vínculos del clientelismo tradicionales existentes desde la época colonial española, al convertirse para muchos campesinos, aquel 25% que continuaba trabajando de forma irregular, en la única posibilidad de garantizar su supervivencia.
El desequilibrio en la distribución de la riqueza no era fruto de la casualidad, sino de un sistema fiscal regresivo, cuyos cimientos se habían construido en la época americana. El fracaso de todos los proyectos dirigidos a hacer contribuir a los grandes propietarios de la tierra llevaba a que, mientras las familias con rentas mas bajas aportaran el 19,5% de los ingresos del fisco, las grandes fortunas + de 10.000 pesos de renta, en 1960, contribuían sólo el 1,1% al presupuesto de ingresos. La causa de esta situación hay que buscarla en el predominio de los impuestos indirectos sobre los que gravan la propiedad y la renta, que sólo aportaban el 27% del presupuesto de ingresos. Filipinas era, en 1960, un país en el cual el sector agrario, que ocupaba el 61% de la población activa, sólo aportaba el 34% del producto total. La miseria del campo comenzaba a provocar un éxodo masivo de la población rural hacia los núcleos urbanos, hecho que se convertiría en un factor agravante del proceso de pauperización de las clases bajas filipinas. Unas tasas de crecimiento demográfico del 3% anual, casi doblaron la población filipina entre 1948 y 1970, que pasó de 20 a 37 millones de habitantes y arrojaron el excedente demográfico que no podía ser absorbido por las áreas rurales a unas ciudades donde las condiciones de vida eran aún mas duras. En 1950 sólo el 28% de la población vivía en las áreas urbanas, en 1970, el porcentaje ascendía ya al 36% .
¿Que había fallado?. Muchas cosas, si atendemos a las numerosas críticas que el proyecto colonizador americano recibió desde su etapa inicial. La administración americana sobre Filipinas debió hacer frente desde el momento mismo de la ocupación del archipiélago a voces de muy distinto signo que cuestionaban su intervención y tratar de justificar ante la propia sociedad americana, que no evidentemente ante la filipina, las causas del fracaso de su proyecto de ingeniería social. Mas que las críticas procedentes de la liga antiimperialista de Boston que destacaban la incoherencia entre el proceso de expansión colonial en el Pacífico, y derecho constitucional de los Estados Unidos, los administradores civiles del archipiélago reaccionaron de forma airada frente a las críticas procedentes de algunos expertos en materia de política colonial que mas que juzgar el proyecto americano desde la perspectiva civilizadora lo hacían desde una perspectiva comparativa con modelos de colonización tropical de otros países europeos colonial. De estas críticas destacaron, en lo fundamental tres, que por su impacto obligaron a los responsables de la administración civil americana a salir públicamente en defensa de su proyecto. El libro de John Foreman, The Philippine Islands, publicado inicialmente en 1899, pero que en 1906 apareció en una tercera edición corregida y aumentada, que incorporaba nuevas críticas a la gestión de la Comisión Filipina . Foreman había residido largo tiempo en el archipiélago cuando aún era colonia española, viéndose obligado a abandonarlo a causa de una críticas realizadas contra las órdenes regulares que le convirtieron en persona non grata. Después del 1898 regresaría por un corto espacio de tiempo, para observar el despliegue del nuevo proyecto colonial norteamericano y sus conclusiones, extremadamente críticas, en especial por lo que hace a la política agraria, se incluirían por primera vez en un artículo de la Fortnightly Review, publicado en el verano de 1904, para pasar luego a la tercera edición de su Philippine Islands. Una segunda voz crítica fue la de Archibald R. Colquhoun, corresponsal para Asia delTimes, y miembro durante un tiempo del Colonial Service británico en calidad de gobernador de Birmania, quien visitó a la Comisión Filipina cuando estaba organizando el gobierno civil del archipiélago y aprovechó sus estancias para elaborar dos libros, The Mastery of Pacific y A Greater America , donde se atrevía a dudar de la capacidad yanqui para desarrollar un proyecto colonial superior al británico. Sus opiniones serían reelaboradas por Alleyne Ireland, profesor británico de la Universidad de Chicago y experto en colonias tropicales , que en 1905 publicó su extraordinario The Far Eastern Tropics: Studies in the Administration of Tropical Dependencies , un estudio comparativo de la trayectoria colonial de Honk Kong, Borneo, Sarawak, Java, la federación de estados malayos, Indochina francesa, Birmania, Ceilán, y, especialmente, Filipinas. En este trabajo Ireland definía al proyecto colonizador americano como un proyecto excesivamente costoso –el gasto en administración representaba el 46% del valor de las exportaciones filipinas- que perseguía objetivos erróneos como eran el énfasis puesto en la educación y en la construcción de infraestructuras y que sólo contribuían a debilitar el nexo colonial .
Cambio institucional y gobernanza en Filipinas
La rendición de la guarnición española en Manila (agosto de 1898), dos días después de haberse acordado en Paris el fin de las hostilidades, abrió un período lleno de incertidumbres sobre el futuro de las Filipinas que se prolongará hasta la constitución del primer gobierno civil, en 1901. Los factores que determinaron esta fase fueron, en primer lugar, la ausencia de una autoridad central reconocida por los hasta este momento circunstanciales aliados en la causa de la independencia filipina -el cuerpo expedicionario de Dewey, que se había visto reforzado durante el asedio de Manila por tropas de infantería de marina, y el gobierno insurgente de Malolos, presidido por Emilio Aguinaldo, que gozaba de un reconocimiento mas o menos explícito por parte de los diferentes cabecillas regionales alzado en armas contra España, y, sobre todo, la incertidumbre en torno a cual iba a ser el destino final del archipiélago mientras no finalizaran las negociaciones hispano-norteamericanas en París.

De julio hasta fines de octubre de 1898, la correspondencia entre los plenipotenciarios americanos en la capital francesa y el presidente McKinley muestra que la administración de los Estados Unidos modificó radicalmente sus intenciones en torno al futuro de las Filipinas. De aceptar la continuidad de la soberanía española, a cambio de ciertas concesiones, como una estación carbonera, que permitiera abastecer de combustible a los vapores americanos dedicados al comercio con China, y algunas ventajas comerciales en el comercio con Filipinas, se pasó, a mediados de agosto, a considerar oportuna la retención de Luzón para, mes y medio después, solicitar la cesión de todo el archipiélago. Además de las presiones de algunos miembros del gabinete partidarios de la expansión imperial de los estados Unidos, el factor decisivo que condicionó la decisión final de McKinley fue las opinión del héroe de Cavite, el comodoro Dewey. Éste, en agosto de 1898 había considerado a Luzón como la única de las islas que convenía mantener bajo soberanía americana para, en entrevista con el presidente celebrada a comienzos de octubre, mostrarse partidario de la anexión de todo el archipiélago.
La ratificación del tratado de París por el Senado americano, el 4 de enero de 1899, en lugar de despejar el futuro, lo llenó de nuevas incertidumbres. El estallido de la revuelta filipina contra los americanos, a quienes Aguinaldo acusaba de no haber cumplido su compromiso de transferirle el poder tras la rendición española, aisló a Manila y su hinterland del resto del territorio filipino que estaba bajo control de la guerrilla insurgente e hizo poco efectivas todas las medidas que desde la capital pretendían extenderse al conjunto del país. Por otro lado, los términos en que se pactó en París la cesión de Filipinas a los Estados Unidos condicionaron durante varios años la capacidad de la nueva potencia administradora para legislar con entera libertad en materia económica. Dos ejemplos pueden ilustrar a la perfección el modo en que se produjeron estas interferencias. La concesión a los españoles de las mismas ventajas en el comercio con Filipinas que a los americanos durante un período de diez años, contenida en el art. IV de tratado, obligó a los Estados Unidos a mantener una política arancelaria discriminatoria con Filipinas que sembró el descontento a ambos lados del Pacífico entre los que esperaban de la administración norteamericana la inclusión del archipiélago en el área yanqui de libre comercio. A su vez, el respeto a la pacífica posesión de "todo tipo de propiedad" de instituciones civiles y eclesiásticas o de sociedades con capacidad legal para contratar generó asimismo importantes tensiones en la sociedad filipina que, en algunos casos nunca llegarían a resolverse de un modo satisfactorio durante el período americano. El problema de las llamadas "tierras de los frailes" y el de la propiedad inmueble del estado fueron dos ejemplos bien claros de ello. En el primer caso, y pese a que muchas de las haciendas propiedad de las órdenes regulares habían sido ocupadas por sus colonos en el curso de la revolución, la Comisión Filipina debió aceptar la legalidad de la propiedad religiosa y pagar un alto precio por su compra, cerca de 8 millones de dólares, es decir un 40% de la suma pagada a España por la cesión de todo el archipiélago. El coste de la operación desvió a estas tierras del destino final que Taft les había asignado, su cesión a los cultivadores directos que las ocupaban desde tiempo inmemorial para arrendarlas, primero y venderlas después, a grandes corporaciones norteamericanas. Se frustraba de este modo una de las reivindicaciones que habían dotado de mas cohesión al movimiento insurgente tagalo, a la vez que nacía una fuente de descontento social que actuaría de incubadora del hukismo, o movimiento campesino de signo comunista. En opinión de David Sturtevant, las contradicciones de la política norteamericana entre 1898 y 1940 agravaron las tensiones preexistentes en el ámbito rural filipino. Este efecto derivó del carácter ambivalente del programa de ingeniería social aplicado a las Filipinas por sus nuevos administradores. En el terreno político, el programa colonial yanqui asumió gran parte de las reivindicaciones burguesas de los "ilustrados", pero en el terreno económico fue incapaz de aportar al desarrollo del país propuestas que solucionaran los problemas contra los cuales había tropezado ya la administración colonial española. La intervención americana persiguió fundamentalmente objetivos políticos en la creencia de que el desarrollo de las instituciones democráticas sería por si solo capaz de crear hombres libres con capacidad de elección. Sin embargo, el experimento concluyó en fracaso. En palabras del propio Sturtevant:
" Hacia 1940, los Filipinos habían conseguido autonomía política, pero gobernaban una nación en estado embrionario con el sistema económico mas dependiente del Sudeste Asiático. Por otro lado, la incapacidad o desinterés de los americanos por resolver los problemas de presión sobre la tierra, perpetuó las relaciones rurales y los sistemas de cultivo tradicionales. El inquilinato mas que disminuir aumentó y la pobreza continuó siendo el destino de la gente de los barrios. En vísperas de la II Guerra Mundial, el desfase entre una minoría próspera y la mayoría desposeída amenazaba con convertirse en un abismo" (Agrarian Unrest in the Philippines, Athens, 1969,p. 43).
Según, James A, Le Roy, en su defensa a las críticas recibidas por los programadores sociales americanos, los Estados Unidos habían tenido que aprender sobre la marcha a cortar la tela para el nuevo traje que estaban confeccionando para Filipinas cuando aún tenían algunas lecciones que aprender en sastrería gubernamental. La primera lección, no aprendida aún, era tomar correctamente las medidas del cuerpo social a vestir. Para justificar internacionalmente su adhesión al club de los colonizadores, las autoridades civiles de la Comisión Filipina argumentaron que los Estados Unidos no desembarcaron en Filipinas con ningún proyecto imperialista preconcebido, sino que se encontraron con un país entre las manos y debieron decidir que era lo mejor para él, siempre inspirándose en los principios de la democracia americana, es decir un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo . Sin embargo, desde su llegada a Manila, Taft tenía sobre los filipinos las mismas ideas preconcebidas que habían servido a las autoridades españolas, al clero regular, y a los críticos del movimiento ilustrado filipino como Wenceslao Retana para justificar una negativa tajante al desarrollo institucional autónomo de la colonia asiática. Según el presidente de la segunda Comisión Filipina, “La gran masa de la población es ignorante y supersticiosa” mientras que los pocos que tienen una educación que merece este nombre“son generalmente políticos intrigantes, sin la menor catadura moral y sin nada mas que sus intereses personales por satisfacer”. Eran “orientales en su duplicidad”, necesitaban al menos un siglo de entrenamiento para poder quedar plenamente americanizados y poder así comprender lo que significaba la libertad anglosajona . Era difícil que bajo estas apreciaciones, el nuevo traje diseñado por las autoridades americanas, no se transformase en una camisa de fuerza, que al tratar de ajustarse a una de las sociedades del sudeste asiático mas dinámicas a fines del siglo XIX, provocase su anquilosamiento y el inicio de un proceso de subdesarrollo que muy poco tiene que ver con el legado colonial español.
FUENTE:casaasia.es
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