viernes, 5 de febrero de 2016

LOS ESPAÑOLES MUERTOS EN LA BATALLA DE MANILA EN 1945



Todavía en Filipinas se recuerda intensamente la ocupación japonesa y muestra de ello fue la celebración el 18 de febrero de 1995 del 50 aniversario de la batalla de Manila con una fiesta nacional. Más de cien mil muertos, superando la cifra de Hiroshima, y una ciudad destrozada (sólo Varsovia, entre las capitales aliadas, recibió un bombardeo tan sistemático) avalan el recuerdo de la tragedia.

Los filipinos, sin embargo, no fueron los únicos en esta batalla. Los españoles también tuvieron un número grande de muertos entre su colonia y el mejor recuerdo del período español, Intramuros o la ciudad amurallada, desapareció en buena medida. Además, el final de la guerra del Pacífico significó el fin de la vitalidad de lo español en las Filipinas y el declive definitivo de ese sentimiento que desde este Archipiélago se había sentido hacia España y su cultura. Y es que lo español se había mantenido relativamente bien hasta entonces, a pesar de los más de cuarenta años de colonización norteamericana; no porque desde la península hubiera habido un interés especial, sino por la voluntad de buena parte de los propios filipinos, más bien como una parte de la propia identidad nacional. Al fin y al cabo, Filipinas como país fue un invento español, y la herencia española se había convertido en una parte esencial de lo que unía en principio a tagalos, visayas, ilocanos y demás culturas del archipiélago, frente a lo colonial representado por los norteamericanos y frente a lo regional que encarnaban esas distintas culturas nativas. A los colonizadores americanos les sorprendía esa pervivencia de lo español en Filipinas, y se puede ver en un informe elaborado en 1939 su sorpresa al ver cómo la Guerra Civil española había sido vivida en Filipinas. Sobre todo, entre los llamados Mestizos españoles, tan difíciles de distinguir de los súbditos con pasaporte español: «La comunidad española en las Filipinas incluye españoles, [146] muchos mestizos españoles y ciudadanos filipinos de ascendencia española.

Ahora, sin embargo, queda poco ya de esa identificación con lo español. Si hace cincuenta años se sentía la herencia española viva en Filipinas en el idioma, la cultura y la religión, ahora ya sólo se percibe en la influencia en la religión, y si por aquel entonces se vivió la Guerra Civil y lo ocurrido en España intensamente, a la película Belle Époque, prohibida en un principio por hacer «burla de la religión». Históricamente, también es cierto, la relación entre España y Filipinas había sido más débil que con otras posesiones: Manila fue más bien una colonia de México y no hubo contactos directos hasta el siglo XIX y el escaso contacto con españoles también evitó el contagio de enfermedades que hicieran decrecer la población nativa, como pasó en América. A Filipinas se iba sólo por unos años, como a un destierro, mientras que a América se iba de por vida y el único español que conocieron la mayoría de los indígenas filipinos fue el misionero. También, comparando el período posterior a la salida de España, la evolución de Filipinas y de los antiguos territorios de la Corona en el continente americano se diferencia en gran medida, porque si la influencia desde Estados Unidos fue determinante en la evolución de unos, no lo fue tanto en los primeros pasos de la independencia de los otros. A pesar de estas diferencias, de alguna manera, lo español pudo caminar por su propio pie y tener un sentido propio ante el conjunto de la sociedad.

Esa difícil marcha se interrumpió con la Guerra del Pacífico, porque la ocupación japonesa y su sangriento final marcaron un antes y un después en Filipinas. El trauma de la ocupación perdura hasta hoy en el país, puesto que si en un primer momento se pretextó, entre otras cosas, la liberación de los pueblos orientales de la opresión occidental, se fue brutalizando cada vez más para acabar en el año 45 con una auténtica orgía de sangre que sólo servía para alimentarse a sí misma. El diario de un soldado japonés nos muestra un sentimiento íntimo que podría ser suscrito actualmente por los soldados en Bosnia, Ruanda o Liberia: «Febrero de 1945. Todo el día ha sido gastado en buscar guerrilleros y nativos. He matado ya bastantes más de cien. El motivo que poseía cuando abandoné mi país hace tiempo que ha desaparecido. Ahora soy un asesino curtido y mi espada está siempre manchada de sangre... Que mi padre me perdone». Y si la retirada de los japoneses fue sangrienta en todo el archipiélago, fue en Manila donde hubo más sangre y destrucción. Y dentro de Manila, fue en la zona con mayor número de españoles y más huella española, en la zona sur de Malate e Intramuros, donde se sufrió más.

Tras haber comenzado la batalla el día 3 de febrero con el ataque sorpresa por el norte para liberar a los detenidos en el Campo de Internamiento de la Universidad de Santo Tomás, a los tres días Douglas MacArthur se apresuró a denunciar la «liberación de Manila», e incluso pensó en una marcha victoriosa [147] como en París. Conquistar el resto de la ciudad, no obstante, fue más sangriento; ese mismo día, el 6 de febrero, comenzaron las masacres de civiles filipinos en Fuerte Santiago, la cárcel donde se hacinaban los prisioneros políticos y después siguieron los pillajes y los asesinatos indiscriminados. Además, una vez que los 16.000 soldados japoneses en Manila se encontraron sin posibilidad de salida (muy pocos soldados japoneses se rindieron vivos a las tropas americanas, en parte porque creían que se les sometería a tratos inhumanos), sus mejores escondites fueron los sólidos edificios de piedra del período español. La respuesta americana no faltó: sólo entre las 7:30 y las 8:30 de la mañana del 23 de febrero se arrojaron sobre Intramuros 185 toneladas de explosivos de gran potencia, más de 61 obuses por minuto cayeron sobre los recuerdos más palpables de los más de trescientos años de presencia hispana. Al final de esta batalla, cien mil cadáveres fueron recogidos entre los escombros de la ciudad, mientras que multitud de edificios históricos se podían ver destruidos por las bombas, entre ellos todas las iglesias españolas que se encontraban dentro de Intramuros a excepción de San Agustín.

¿A quién se le puede echar la culpa? El almirante Iwabuchi Sandyi es universalmente señalado como el gran culpable de la tragedia, por haber desobedecido las órdenes del general Yamashita Tomoyuki de evacuar Manila y resistir a los norteamericanos en las montañas. No sobrevivió para explicar el porqué de esta negativa, pero aparentemente se debatió entre obedecer la orden de ese superior del ejército de tierra de evacuar o la anterior del Ministerio de Marina de destruir las instalaciones del mejor puerto del Oriente. Después, al quedar atrapados, el porqué de las masacres hacia la población civil no tiene explicación coherente. Sólo la lógica militar de las guerras y la psicología de unos soldados que sabían que iban a morir en esa batalla lo puede explicar. Las antiguas amistades de Tokio con Alemania y con España ya no valieron, y precisamente algunas de las principales masacres ocurrieron en el Club Alemán y en el Consulado de España. No fueron órdenes expresas de Tokio, como se dijo entonces en Madrid, sino soldados decididos a morir matando. El mando norteamericano tampoco se libra de una parte de la culpa; las prisas y la vanidad de MacArthur provocaron una maniobra envolvente que impidió a los soldados imperiales una vía de escape. El bombardeo indiscriminado de una ciudad cuyos habitantes no habían evacuado, en parte porque los japoneses no habían reforzado sus defensas y en parte por temor a los saqueos contribuyó a la cifra de muertos, junto con la pausa norteamericana tras los primeros ataques, que permitió a los soldados japoneses asaltar a los ciudadanos indefensos de una ciudad de la que no creían que pudieran salir vivos. «Se temían actos de barbarie, pero no matanzas al por mayor», afirma en su Diario de Guerra el Padre Juan Labrador, Director del Colegio de San Juan Letrán. [148]

Las razones de esta estrategia norteamericana no tienen por qué ser muy complicadas y se pueden rastrear por las estadísticas: sólo alrededor de mil de sus soldados murieron en la batalla. Salvar sus propias vidas, por tanto, parece que fue su principal preocupación; se prefirió bombardear una zona y esperar a que los soldados japoneses estuvieran más agotados en vez de enviar directamente a las tropas a tomar una zona donde podía haber infinidad de soldados escondidos. No hubo excesiva preocupación por dañar unos edificios históricos -al contrario que con Kioto en Japón- y, además, al acabar la guerra las máquinas excavadoras se encargaron de acabar con las partes de edificios que aún quedaban en pie, aunque se hubieran podido restaurar; la preocupación por evitar epidemias predominó más que la de mantener la historia de la presencia hispana. Según el Embajador Ortiz Armengol, fueron estas máquinas las que acabaron con los restos de lo español en Filipinas, más que los bombardeos en sí.

El trauma de la ocupación japonesa marcó a la sociedad filipina profundamente y ya nada ha vuelto a ser igual. El país, desangrado y destrozado por los efectos de la guerra, vio a Estados Unidos no ya como su antiguo colonizador, sino también como su liberador, su tutor y, como señalan algunos, también como su padre y su madre. En ello, la identidad con España, el uso del español como forma de indirecta oposición al régimen colonial o el orgullo de la porción de sangre hispana entre los mestizos pasó a mejor vida. La propia presencia de ciudadanos españoles, por su parte, disminuyó en picado; además de los tres centenares que murieron en el último año de la guerra (con un censo escasamente superior a 3000 en 1943), otro medio millar volvió poco después a la Península en dos barcos, el Halekalay el Plus Ultra, incapaz de empezar una nueva vida y, de los que quedaron, muchos se nacionalizaron filipinos a causa de las leyes que prohibían poseer tierras o empresas a extranjeros. Además, la relación o la identificación con España pasó a ser algo marginal en la vida filipina porque los problemas eran ya muy distintos. Ello, cuando no se culpó a España del origen de los males de Filipinas o cuando no se caracterizó a la clase alta filipina únicamente por su sangre española. En ese período de idealización de Estados Unidos ya no había hueco para otros valores que no vinieran de allí. Los valores de los filipinos cambiaron; si antes de la guerra había habido un equilibrio entre la identidad colonial, la hispana y las locales, éstos se reestructuraron totalmente a partir de la derrota de los japoneses. En beneficio de los estadounidenses.
FUENTE:florentinorodao.com

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