sábado, 28 de mayo de 2016

RAMÓN Y CAJAL EN LA GUERRA DE CUBA



En junio de 1873, y a la edad de veintiún años, obtuve el título de Licenciado en Medicina. Deseaba mi padre conservarme algún tiempo a su lado, para estudiar a conciencia la Anatomía descriptiva y general, con el objeto de tomar parte en las primeras oposiciones a cátedras de esta asignatura; pero la llamada quinta de Castelar, es decir, el servicio militar obligatorio ordenado por el célebre tribuno para hacer frente a la gravedad de las circunstancias políticas, malogró el programa paterno.

Como todos los mozos útiles de aquel reemplazo, fui, pues, declarado soldado. Vime obligado a dormir en el cuartel, a comer rancho y hacer el ejercicio.

No duró mucho mi vida de recluta. Anunciáronse por entonces oposiciones a médicos segundos de Sanidad Militar, y decidí acudir a ellas. Si me sonreía la suerte y conseguía plaza, en vez de servir a la República de soldado raso, la serviría de oficial, con graduación de teniente.

Con estas esperanzas solicité y obtuve de mis jefes permiso para trasladarme a Madrid y tomar parte en el certamen. Estudié de firme un par de meses, y tuve la satisfacción de ganar plaza, dando con ello grata sorpresa a la familia. En los ejercicios de oposición, sin rayar a gran altura, no debí portarme del todo mal, ya que entre 100 candidatos (para 32 plazas) se me adjudicó el número 6. A la verdad, lo que me prestó cierto lucimiento fue el acto de la operación, con ocasión de la cual describí minuciosa y metódicamente la anatomía de la pierna (tratábase de una amputación). En cambio, en los demás ejercicios no traspasé los límites de la mediocridad.

Por cierto que el sobretrabajo —a costa del sueño— estuvo a punto de costarme la eliminación. A causa del exceso de lectura, se me pegaron las sábanas el día de actuar en el ejercicio escrito; y llegué al Hospital Militar (situado entonces en la calle de la Princesa) a las ocho de la mañana, es decir, una hora después de comenzado el acto. En vista de mi ausencia, el tribunal me había excluido. Gran triunfo fue conseguir la entrada en el local. A fuerza de ruegos logré al fin enternecer al bondadoso doctor Losada, jurado del tribunal. Ya en el salón, transcurrieron más de quince minutos sin que nadie me atendiese, ni lograra que los opositores, absortos en su trabajo, me dejaran espacio para sentarme y escribir. Devorado por la impaciencia, y resuelto a todo, gané un trozo de mesa a fuerza de apretujones, arrebaté al más próximo unas cuartillas, y comencé a disertar sobre la Etiología del cólera morbo, tema que nos había tocado.

Llevaba apenas escritas dos o tres planas, cuando, agotado el tiempo, diose por concluso el ejercicio. Naturalmente, mi pobre disertación debió alcanzar pocos o acaso ningún punto.

Incidentes de este género me han ocurrido más de una vez en oposiciones, porque entre mis defectos, acaso el más grave fue siempre la falta absoluta de método y de mesura en el trabajo.


Retrato de médico militar hecho al embarcar para Cuba. La fotografía, muy inexperta entonces, deja mucho que desear.

Después de pavonearme en Zaragoza con mi nombramiento de médico segundode Sanidad Militar, y de lucir ante los camaradas envidiosos el flamante uniforme, recibí orden de incorporarme al regimiento de Burgos, de operaciones en la provincia de Lérida.1 Esta fuerza, en unión de un batallón de cazadores, un escuadrón de coraceros y algunas baterías de artillería de campaña, componían 1.400 o 1.600 hombres, a las órdenes del simpático y caballeroso coronel Tomasetti.

Los lectores contemporáneos de aquellos amenos y tumultuosos tiempos de la Revolución, donde la historia se fabricaba al minuto, recordarán que, tras la abdicación de don Amadeo de Saboya y del desenfreno y anarquía de la República radical, subió Castelar al poder. Con un sentido gubernamental ausente en sus predecesores, restableció severamente la disciplina militar, nutrió las filas del desorganizado ejército con su célebre leva general, y restauró, en fin, el extinguido Cuerpo de Artillería.

Todo auguraba el comienzo de una era de orden y de relativa tranquilidad, precursora de paz duradera. Pero antes había que vencer la insurrección cubana y reducir al carlismo, cada día más pujante y amenazador en las provincias del Norte.

A decir verdad, a mi llegada a Cataluña algo habían mejorado las cosas. Ya no se oía el vergonzoso ¡que baile!... con que los soldados indisciplinados insultaban al oficial: ahora los jefes eran obedecidos, y reinaba en las tropas el mejor espíritu. Las partidas de Savalls, de Tristany y de otros cabecillas, meses atrás entregadas a toda suerte de exacciones y desafueros, batíanse en retirada o evitaban cuidadosamente el contacto con nuestras tropas.

Muchas poblaciones liberales secundaban la acción de las columnas volantes, organizando milicias locales y escarmentando más de una vez, como ocurrió en Vimbodi, a las huestes carlistas.

Precisamente nuestra brigada tenía por principal misión evitar el saqueo de las ricas villas del llano de Urgel y regiones fronterizas de la provincia de Tarragona. Por donde se justificaban las continuas marchas y contramarchas desde Lérida, nuestro cuartel general, a Balaguer y Tremp; de Lérida a Tárrega; de Tárrega a Cervera; de Cervera a Verdú o a Igualada; de Tárrega a Borjas y Vimbodí, etc.

En estas idas y venidas nos pasamos cerca de ocho meses sin sorprender una sola vez al enemigo, no obstante perseguirle incesantemente. Extrañábame la exactitud cronométrica con que nuestra vanguardia llegaba a las aldeas ocupadas por los facciosos doce horas justas después de haberse éstos retirado.

Parecía aquello el juego de la gallina ciega. Claro que, en concepto de médico y soldado, no podía quejarme. En ocho meses de guerra —vamos al decir— no tuve ocasión de oír el silbido de las balas ni de curar un herido. Los efectos de alguna caída de caballo, tal cual indigestión y algún regalo de la Venus atropellada y barata... y pare usted de contar.2

Dejo a los técnicos el juicio de aquella campaña. Tengo por indudable que, evitando las depredaciones carlistas en las prósperas ciudades catalanas, satisfacíamos primordial necesidad. Pero mi espíritu, ávido de emociones fuertes y de peripecias bélicas, deploraba la placidez parsimoniosa de la guerra.

Hoy esta parsimonia, mil veces reproducida en nuestras guerras civiles, cáusame menos sorpresa. Constituye síntoma de una enfermedad constitucional irremediable y característica de la raza hispana. Gracián decía: «Los españoles son valientes, pero lentos». Por algo la reconquista se prolongó siete siglos, y nuestras guerras civiles duraron siempre seis o siete años. ¡Felices los países en que la diligencia es una de las formas de la honradez patriótica!

Para cada general dinámico, a lo Espartero, Córdoba o Martínez Campos, hemos contado por docenas los tardigrados con fajín. ¡Oh santa pereza, musa de nuestros políticos y soldados!... ¡Si al menos hubiéramos logrado propagar nuestra enfermedad del sueño a los extranjeros!... Pero volvamos al asunto.3

Nada interesante puedo referir de lo ocurrido durante mi estancia en Cataluña. Aquellos paseos militares consolidaron admirablemente mi educación física, y me permitieron estudiar a fondo el alma del honrado payés catalán.

Aunque el médico militar era entonces plaza montada, con derecho, por tanto, a bagaje —de no poseer caballo propio—, yo prefería hacer las etapas a pie, conversando con los oficiales.

En los grandes trayectos, aprovechábamos la acémila para conducir el equipaje y sobre todo las provisiones reunidas por el asistente y practicante; los cuales, dicho sea de pasada, ejercían sobre mí irresistible tiranía. Ellos me administraban la paga y me guiaban paternalmente en los mil incidentes y tropiezos de la vida militar. El asistente, simpático muchacho alicantino, era un zahorí para husmear provisiones. Hasta en aldeas recién saqueadas por los facciosos, sabía afanar un pollo oculto o sonsacar algún trozo de butifarra. Y como mis dos acólitos tenían novia en casi todos los pueblos, participaba a menudo de los finos agasajos (tortas, dulces, pañuelos, calcetines, etc.) con que las pobres muchachas creían asegurarse la volandera afición de sus galanes. ¡Oh juventud, y cómo hermoseas a los ojos del viejo hasta el recuerdo de los más triviales sucesos!...

En cierta ocasión, creí firmemente satisfacer mi desco de emociones dramáticas, presenciando, al fin, un hecho bélico formal. Pero se malogró mi esperanza, aunque la operación emprendida resultó singularmente penosa aun para mis excepcionales facultades de peatón. He aquí el suceso:

Pernoctábamos plácidamente en Tárrega, deleitosa Capua del regimiento de Burgos, cuando cierto día, antes del alba, sonó la diana. Pusímonos en pie, creyendo que, según costumbre, tomaríamos la vuelta de Agramunt o de Verdú. ¡Buen chasco nos llevamos! La jornada fue de prueba, ya que se prolongó más de catorce leguas. Parece que nuestro coronel había recibido, durante la noche, un parte del capitán general de Cataluña, ordenándole que, lo más diligentemente posible, se pusiese en marcha para el Bruch, donde debía escoltar cierto convoy salido de Barcelona con dirección a Berga, a la sazón estrechamente asediada por los carlistas. Hubimos pues, de caminar, de Tárrega a Cervera, de Cervera a Calaf, de Calaf a Igualada, y de Igualada al Bruch. Tras breves horas de descanso en esta última población, e incorporados al convoy, pernoctamos, llegada la media noche, en Manresa. Los soldados hallábanse atrozmente fatigados: nuestra impedimenta de enfermos y rezagados era imponente.

En cuanto a mí, no obstante la fatiga y los efectos dolorosos de unas malditas botas recién estrenadas, tuve aún humor para admirar desde el Bruch las ingentes y rojizas moles del Montserrat, y de fantasear con los oficiales acerca de la famosa derrota de los franceses en la heroica villa. En fin, al siguiente día juntáronsenos nuevas fuerzas, y continuamos la marcha por Sallent, donde dormimos, hasta las inmediaciones de Berga, donde asentamos nuestras tiendas. Durante el itinerario adoptáronse muchas precauciones, pues temíamos que los carlistas prepararan una emboscada o nos acometieran en las gargantas del Llobregat.

Pero defraudando mis esperanzas, los facciosos, sabedores quizá de las considerables fuerzas que escoltaban el convoy, levantaron el sitio de la plaza. No experimenté, pues, más sensación guerrera que la impresión agridulce de una noche de campamento en las montañas que rodean a Berga, sin contar un fuerte catarro producido por el relente. Días después regresábamos a nuestros reales de Tárrega.

Durante estas andanzas militares tuve ocasión de conocer de cerca el carácter catalán. De las gentes que traté guardo grato e imborrable recuerdo. En Tárrega, en Cervera, en Balaguer, etc., se nos recibía con agrado, más aún, con muestras de cordial simpatía.

Innecesario resultaba a nuestra llegada el reparto de boletas de alojamiento: cada cual entraba en la casa donde se había albergado otras veces, porque sabía que el huésped le acogería amigablemente. Aún tengo presente a mi buenísimo patrón de Tárrega, honrado comerciante de paños, padre de varios excelentes y laboriosos hijos, el cual me cobró tal afición, que me convidaba a su mesa, me regalaba caza y golosinas y me adelantaba dinero cuando se atrasaban las pagas. Caído una vez enfermo y no pudiendo incorporarme a la columna, cuidome solícitamente, y llegada la convalecencia, tuvo conmigo la atención generosa de facilitarme numerario y un traje de paisano a fin de emprender rápida jira a Zaragoza4 y visitar a la familia, en tanto regresaba mi regimiento.

En las casas donde se celebraban reuniones, y hasta en las familias más modestas, las señoritas tenían a gala hablar castellano, y se desvivían por hacer agradable nuestra estancia. Consideraban el catalán cual dialecto casero, adecuado no más a la expresión de los afectos y emociones del hogar. Y este sentimiento de adhesión al ejército y de cariño a España no era privativo de las modestas villas del llano de Urgel y del Priorato, agradecidas a nuestra protección; surgía espontáneamente en todas las provincias catalanas.


Un fortín de la enfermería de San Isidro, en la trocha del Este. La fotografía, tomada por mí al colodión, presenta en primer término la locomotora, de tipo americano, con enorme chimenea de embudo.

Siempre recordaré con gratitud la acogida generosa de mi patrón de Sallent, cierto médico veterano, padre de numerosa prole. Al verme calado por la lluvia, fatigado por varias horas de marcha y aterido de frío, la familia del huésped me recibió afablemente, colmándome de delicadas atenciones. Encendieron lumbre, no obstante lo avanzado de la noche; prepararon suculenta cena y abrigáronme con ropa enjuta mientras se secaba a la llama el uniforme. Por cierto que una de las hijas del médico, esbelta y rubia como una Gretchen, causome viva impresión. Si en vez de pasar una noche en aquel hogar apacible prolongo la estancia una semana, me enamoro perdidamente. En suma: la amable señora e hijas de mi patrón diéronme, con sus impagables finezas y atenciones, la impresión que debe sentir el hijo aventurero reintegrado al seno de la familia.

¡Entonces los laboriosos catalanes amaban a España y a sus soldados!... Después... no quiero saber por culpa de quiénes, las cosas parecen haber cambiado.

Mientras discurríamos por la tierra catalana en persecución de los invisibles e incoercibles carlistas, ocurrió un suceso decisivo para mi porvenir.

En abril del año 1874 recibí la orden de trasladarme al ejército expedicionario de Cuba. Por aquel tiempo recrudeciose la guerra separatista en la Gran Antilla, motivando en la Sanidad Militar de la Península nuevos sorteos de personal para cubrir bajas de Ultramar. Yo fui uno de los designados por la suerte. El paso a Cuba implicaba el ascenso al empleo inmediato, es decir, la graduación de capitán (primer ayudante médico).

Me despedí, pues, con pena de mis paternales patrones de Tárrega y Cervera, a quienes ya no debía volver a ver, así como del regimiento de Burgos, en que dejaba inolvidables amigos, entre los cuales incluyo a mis practicante y asistente. Satisfaciendo deseos largamente incubados, hice después rápida escapada de turista a Barcelona para admirar el mar, que no conocía (y en el cual iba a navegar diez y ocho días seguidos), curiosear los barcos del puerto y subir al Castillo de Montjuich.

Desde allí contemplé, embelesado, el soberbio panorama de la ciudad, la llanura salpicada de fábricas y casas de campo y el famoso Tibidabo, coronado de pinos. Satisfecha mi curiosidad, regresé a Zaragoza.

En vez de lamentar el resultado del sorteo, sentí íntima satisfacción: iba a cruzar el Atlántico, como los famosos y heroicos descubridores del Nuevo Mundo.

Mi afán de ver tierras y abandonar la Península contrarió mucho a mi padre. Trató, pues, de disuadirme del viaje, aconsejándome la petición de la licencia absoluta. Pintome con los más negros colores la insalubridad de la isla y, el peligro de una campaña, en la cual me exponía a perecer obscuramente; me recordó que mi porvenir estaba en el profesorado y no en la milicia; apuntó, en fin, el temor de que, a mi regreso de Cuba, naufragaran mis conocimientos anatómicos tan laboriosamente adquiridos, dando además al olvido generosas aspiraciones.

Tenaz siempre en mis propósitos, atajé sus razones, diciéndole que consideraba vergonzoso desertar de mi deber solicitando la separación del servicio. «Cuando termine la campaña será ocasión de seguir sus consejos; por ahora, mi dignidad me ordena compartir la suerte de mis compañeros de carrera y satisfacer mi deuda de sangre con la patria.»

A fuer de sincero declaro hoy que, además del austero sentimiento del deber, arrastráronme a Ultramar las visiones luminosas de las novelas leídas, el afán irrefrenable de aventuras peregrinas, el ansia de contemplar, en fin, costumbres y tipos exóticos...

En esta ansia romántica —muy vieja en mí, como sabe el lector— acompañábanme también algunos condiscípulos y, por de contado, mi hermano Pedro, dos años más joven que yo; el cual, dicho sea entre paréntesis, se lanzó a una aventura verdaderamente épica. Mostrando resolución increíble en un muchacho de diez y siete a diez y ocho años, ahorcó sus hábitos de estudiante y se fugó de casa, en compañía de cierto aventurero seductor. Después de embarcarse en Burdeos dio con sus huesos en el Uruguay, donde le ocurrieron las más sorprendentes peripecias y peligrosos lances.5 ¡Contra todas las previsiones de mi padre, el hijo formal, el impecable, sumiso y obediente, sobrepujó de un salto todas las decantadas audacias del primogénito!... Yo quedé como humillado por no haber sabido hacer otro tanto.

Entre mis condiscípulos y amigos, el que con más entusiasmo compartía mi afán de contemplar tierras extrañas era Cenarro.

Recuerdo que, recién acabada la carrera, paseábamos ambos cierto día por el paseo de los Ruiseñores; hablábamos del porvenir, y, en vena de confidencias, nos comunicábamos nuestros más íntimos anhelos. He aquí la esencia, si no la forma de nuestros coloquios:

—A mí me entusiasma extraordinariamente —decíame Cenarro— el Ejército, y sobre todo la Sanidad Militar. Sólo esta carrera es capaz de satisfacer el anhelo más vivo de mi alma, que consiste en cambiar diariamente de escenario y presenciar espectáculos exóticos y pintorescos. Un destino en Puerto Rico, Cuba, África o Filipinas me haría el más dichoso de los hombres...

—Coincido —contesté— en absoluto con tus opiniones. También yo estoy asqueado de la monotonía y acompasamiento de la vida vulgar. Me devora la sed insaciable de libertad y de emociones novísimas. Mi ideal es América, y singularmente la América tropical, ¡esa tierra de maravillas, tan celebrada por novelistas y poetas!... Sólo allí alcanza la vida su plena expansión y florecimiento. En nuestros climas hasta las plantas parecen raquíticas y como temerosas del inevitable letargo invernal. Orgía suntuosa de formas y colores, la fauna de los trópicos parece imaginada por artista genial, preocupado en superarse a sí mismo. ¡Cuánto daría yo por abandonar este desierto y sumergirme en la manigua inextricable!...

Los dos amigos satisficimos al fin nuestra ardiente curiosidad.

Pocos años después del precedente diálogo, Cenarro, convertido en médico militar, vivía en Tánger, agregado a la Embajada española. Allí pudo estudiar a su sabor costumbres exóticas y razas diversas. En cuanto a mí, transcurridos menos de dos años, encontrábame bloqueado en aquella tan admirada manigua antillana; en aquellas selvas sombrías, tan tristes y dolorosas en la realidad como seductoras y alucinantes en las afectadas descripciones de Bernardino de Saint Pierre. Los encomiadores de la flora tropical sólo habían olvidado un pequeño detalle: que aquel paraíso encantador es sencillamente inhabitable para el europeo...

Pero volvamos al asunto. Persuadido mi padre de que la resolución de su primogénito era inquebrantable, trató de dulcificar en lo posible mi futuro destino en las Antillas. Al efecto, procurome cartas de recomendación para el capitán general y otros personajes de la isla de Cuba. Confiaba en que, merced a ellas, se me destinaría a un puesto relativamente salubre, por ejemplo, a una guarnición en Puerto Príncipe, Santiago o la Habana.

Provisto, pues, de mis cartas y recibida la paga de embarque, me trasladé a Cádiz, donde debía zarpar el vapor España con rumbo a Puerto Rico y Cuba. Allí nos juntamos varios compañeros, entre ellos A. Sánchez Herrero,6 a quien acompañaba su señora, y Joaquín Vela, simpático paisano y casi condiscípulo mío, pues había terminado la carrera un año antes que yo.

La impresión que me produjo la tacita de plata, con sus casas blancas, sus calles aseadas, rectas, cruzadas en ángulo recto y oreadas por la brisa del mar, fue excelente. No fue tan grata la causada por los gaditanos. Acaso por mi aire de doctrino, que convidaba a la burla, o por el hábito consuetudinario de explotar sin conciencia al forastero, ello es que, en los dos o tres días pasados en la ciudad andaluza, sólo tuve desazones.

Ya, al salir de la estación, topé con una caterva de faquines y granujas que, sin hacer caso de mis protestas, repartiose instantáneamente mis efectos; y al llegar al hotel (recuerdo que era el Hotel del Telégrafo), se armó formidable trapatiesta sobre si éste llevó un paraguas, esotro una maleta, aquél un bastón y el de más allá creyó oír la orden de cargar con el baúl, adelantándosele un compañero... Poco menos que a empellones tuve que sosegar a aquella chusma, amén de repartir buen puñado de pesetas; y eso ante las barbas de los representantes de la autoridad, que lo tomaban todo a chacota.

Llegado el siguiente día, visité algunos comercios. Sorprendiome el escandaloso precio de las prendas de uso común: por un sombrero que en Madrid costaba veinticuatro reales, pedíanme en todas las tiendas cincuenta. Un compañero más avisado que yo me aclaró el enigma, informándome que los marchantes gaditanos estaban confabulados para saquear metódica y despiadadamente al forastero, singularmente al indiano, encareciendo hasta el doble el costo de las ropas, sombreros y artículos de viaje.7 En las calles, resultaba oneroso preguntar a un mirón o a un mozo de cuerda, porque a seguida alargaba la mano para cobrarse el servicio. Tan en las entrañas de aquella gente estaba la explotación inconsiderada del extraño, que hasta los mozos del hotel cobraban un tanto por ciento por cada viajero conducido a tiendas, cafés o casas de recreo. A las cuales me abstuve de asistir, recordando los regalos con que las gaditanas obsequiaron a Alfieri.

Para terminar con estas enfadosas socaliñas, referiré lo que me ocurrió al embarcarme. Ajusté un bote en el puerto para abordar el vapor, y hacia el comedio de la travesía, se me plantó en seco el patrón. Y dejando los remos, me dijo «que por reinar furioso levante debía yo, según tarifa, abonarle el doble por adelantado». A todo esto faltaba media hora escasa para la salida del trasatlántico. Exasperado por el cinismo del patrón y harto de sonsacas y burlas, fuime derecho al truchimán, y agarrándole por el cuello le grité con voz colérica: «¡O rema usted con toda su alma, o le rompo ahora mismo el bautismo!»... Por fortuna, al sentir las rudas caricias de mis puños, amansose el pillastre, tornando con ardor a la faena y murmurando «que todo había sido pura broma». El terrible levante se había desvanecido en un santiamén.

Supongo que, desde tan remota fecha, las cosas habrán cambiado mucho, y que las autoridades locales, celosas del buen nombre de la ciudad y atentas a la salvaguarda de sagrados intereses económicos, se habrán dado maña para desterrar tamaños excesos. Porque estas cosas, que parecen pequeñas, tienen suma transcendencia para la prosperidad de un emporio comercial. En cuanto a mí, quedé tan escarmentado, que jamás, ni aun habiendo pasado después varias veces en mis jiras andaluzas cerca de la patria de Columela, he sentido tentación de visitarla.

Hay abusos que no se olvidan jamás.8 Y no me extrañó cuando supe, años después, que casi toda la actividad comercial y marítima de Cádiz había sido absorbida por Barcelona, siendo poquísimos los barcos nacionales y extranjeros que hacían escala en aquella ciudad.
FUENTE:cvc.cervantes.es

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