sábado, 24 de octubre de 2015

ISABEL BARRETO: LA REINA DE SABA DE LOS MARES DEL SUR



De siempre la historia de España que se enseñaba en las escuelas ha tenido graves carencias, omisiones y deformaciones, pero si hay un contexto especialmente mutilado es sin duda la época de los grandes descubrimientos y lo que los hispanoamericanos llaman «la Colonia». Colón, Cortés, Pizarro, Magallanes y directamente pasamos a las independencias americanas, deprisa y corriendo. Tres siglos despachados de un salto más largo que los que daba Carl Lewis en las Olimpiadas. Como si el imperio colonial no hubiera influido en la historia peninsular más allá de la plata de Indias; mapas con extensiones enormes que pasaban fugazmente por la pizarra y a otra cosa, mariposa. Mariposa europea, por supuesto.

La Conquista, eso sí, servía para enardecer los valores patrios (todo lo que podía enardecerse en chavales más preocupados por la jornada de liga) con historias de recios españoles barbudos con casco que metían indios en cintura a espadazos y los traían a la fe católica. Hoy en día sigue siendo un periodo condenado al ostracismo, en este caso por lo incómoda que resulta para ciertas ideologías pujantes y el rechazo consciente de las carpetovetónicas. Llama la atención la atonía con que se trata comparado con las historias de piratas. Porque… ¿a qué chaval no le gustan las historias de piratas? Pues bien, sin irnos muy lejos, la casi desconocida exploración del Pacífico por los españoles le da veinte patadas a cualquiera de ellas.

En concreto, hay una expedición asombrosa por varios aspectos únicos más allá de aventuras, pasiones y traiciones en paisajes exóticos; el segundo viaje del adelantado Álvaro de Mendaña a las islas Salomón. No solo es el viaje más largo realizado en el Pacífico con esos cascarones de madera de apenas trescientas toneladas que llamaban naos, sino que además acabó siendo dirigido por su esposa, doña Isabel Barreto, primera almirante de la historia de España, además de gobernadora y adelantada. Nada menos.


Álvaro de Mendaña y Neyra, explorador y descubridor de las islas Salomón. Imagen cortesía de Kuviajes

La figura femenina ha pasado prácticamente desapercibida en el relato colonial, en el que el conquistador típico era un varón soltero de unos treinta años, a pesar de que se calcula que aproximadamente uno de cada cuatro colonos españoles en América era mujer. Esto se debe a que en las crónicas, la mayoría escritas por frailes o misioneros, se las suele omitir salvo que destacaran en roles tradicionalmente masculinos, lo cual ocurría muy ocasionalmente. El caso es que existe una larga tradición hispana de mujeres acompañando a sus soldados, pero es lo que tienen los prejuicios, que se perpetúan. Por esto, la figura de Isabel Barreto es excepcionalmente interesante. Bueno, por esto y porque además ejemplifica un proceso muy ilustrativo de construcción de nuevos mitos; en un intento de recuperar su memoria se han escrito algunas novelas con años de investigación detrás que, sin embargo, han llenado las grandes lagunas documentales con una imagen idílica muy estilo Disney-Pixar que poco tiene que ver con lo que se conoce.

Y aquí llega lo mejor del asunto… lo que se conoce viene escrito por mano de un enemigo acérrimo, el piloto mayor de la expedición, el portugués Pedro Fernández de Quirós. Pocos placeres hay más deliciosos que tratar de reconstruir un personaje histórico de mano de una crónica tremendamente hostil, leyendo entre líneas y confrontando omisiones y contradicciones en que suelen caer los amanuenses devotos de su propia causa. Y Quirós se presta alegremente a hacer de Procopio de su Teodora particular, como veremos. Mucho más entretenido que los cronistas pelotas, dónde va a parar.

Isabel nació en Pontevedra en 1567, en el seno de una rica familia de exploradores y gobernadores portugueses, los Barreto. En algunos sitios leerán que era bella y sensible, pero esto no se sabe muy bien de dónde sale, pues ni siquiera se conserva ningún retrato suyo. Su padre decidió que recibiera una educación más próxima a la de sus hermanos que a la que socialmente le estaba reservada: para entendernos, en la escala Stark estaba más cerca de Arya que de Sansa. La familia se trasladó al virreinato del Perú, donde formaron parte de la alta sociedad limeña. Allí conoció en 1585 a Don Álvaro de Mendaña, que con cuarenta y cuatro años le doblaba la edad, y con el que se casó. Mendaña había descubierto las islas Salomón en su primer viaje y desde entonces había dedicado la friolera de veinticinco años a obtener la autorización pertinente para volver y poblarlas, además de aprestar la expedición. Para que luego se quejen si Hacienda tarda dos meses en devolverles la renta.

Sin duda, en estos preparativos ayudaron los cuarenta mil ducados que puso doña Isabel de su dote (que al cambio actual equivalen a un montón de dinero, más o menos) y la llegada del nuevo virrey don García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, que dio todas las facilidades del mundo para la realización del viaje. No solo vendió de saldo a Mendaña tres naves, que curiosamente fueron equipadas con el material incautado al pirata Richard Hawkins, sino que facilitó el reclutamiento de más de doscientos soldados. Que este y no otro era el motivo principal del virrey: deshacerse de un buen número de hombres de armas ociosos y pendencieros; hay que recordar que las guerras civiles entre conquistadores habían terminado tan solo treinta años antes y era imperativo mandarlos a molestar a otra parte.

Finalmente, en 1595 la pequeña flota se hizo a la mar desde El Callao en busca de las míticas Salomón, de donde supuestamente salió el oro para construir el famoso templo bíblico. Formaban parte de ella casi trescientos hombres entre feroces soldados y supersticiosos marineros, que protestaron amargamente por la presencia de noventa y ocho mujeres y niños a bordo. Los hermanos de Isabel se enrolaron como capitanes mientras que el maestre de campo, oficial al mando de las tropas, era Marino Manrique, un veterano de unos sesenta años con la rara habilidad de pelearse con todo el mundo. Con esta combinación explosiva no es de extrañar que pronto empezaran los problemas; los realities de supervivencia ya los inventaron los españoles siglos antes de la televisión.


Serie El corazón del océano. Imagen: Globomedia / Antena 3 Films

Al principio la singladura discurrió plácidamente. Lo más destacable para Quirós es el ritmo al que se sucedían las bodas en los navíos —hasta quince cuenta el portugués—, que más parece una versión antigua deArcabucero busca esposa, aunque no debería extrañarnos demasiado; en la época de la Conquista era habitual que mujeres solteras escogieran un marido entre los miembros de la hueste con la esperanza de prosperar socialmente. Las primeras islas que encontraron las bautizó Mendaña como islas Marquesas en honor del virrey y aquí tuvieron el primer intercambio cultural con unos indios guapos y rubios (siempre según nuestro cronista luso), que acabó como el rosario de la aurora cuando estos se mostraron muy rápidos de manos a la hora de llevarse souvenirs de España. También se mostró rápido Manrique, pero en este caso de gatillo, lo que ocasionó las primeras discusiones entre el adelantado y los militares.

En la siguiente etapa del viaje el nerviosismo aumentó varios niveles, pues los días pasaban, la comida se consumía, pero ni rastro de las dichosas islas, a pesar de que su localización era conocida. El piloto mayor se convirtió en el centro de todas las críticas, aunque hay que decir que no era culpa suya, sino del deficiente sistema de cálculo de la longitud usado en la época. Quirós, que era un marino experimentado, aprovecha aquí para hacerse un poco la víctima, tónica que irá repitiendo a lo largo de su relato alternándola con la desenvoltura con la que se presenta como un alma noble y piadosa, exenta de ambiciones personales. Hay que puntualizar que Pedro había nacido en Évora, capital de los franciscanos portugueses, y había bebido de la fuerte religiosidad y misticismo de estos; era partidario del plan de convertir los territorios descubiertos en un piadoso reino de Dios en la Tierra que ríase usted de la Cataluña que promete Junts pel Sí. Así que aspiraciones sí tenía.

En estas, al mismo tiempo que encuentran la isla de Santa Cruz, a tan solo trescientos kilómetros del destino original, la nave almiranta se pierde. Como sea que la isla es grande y los nativos parecen amistosos, se hacen planes para establecerse y buscar a los extraviados. El maestre y los soldados bajan a tierra y comienzan a construir un fuerte en donde les parece, mientras el adelantado y la familia Barreto permanecen aún en las naos; el enfrentamiento está servido y la opinión de Isabel es muy clara. Es necesario deshacerse de Manrique, pues los soldados no paran de quejarse y conspirar para marcharse. Al parecer, en cuanto vieron que nada de oro, de tesoros o templos que saquear, y que lo de poblar aquel lugar iba en serio, hicieron todo lo posible por sabotear el intento. Para ello, Manrique empleó una técnica tradicional hispana de gran éxito que aún se emplea en la actualidad para privatizar empresas públicas rentables: la metodología CELPO —cagar en la propia olla—. Esperando forzar a Mendaña (que se encontraba enfermo) a abandonar el proyecto, provocó un levantamiento indio quemando sus pueblos y asesinando alevosamente al cacique Malope, amigo de los españoles.

Sin embargo, los Barreto reaccionaron y mataron a Manrique por traidor. Los soldados implicados en la muerte de Malope también fueron ejecutados, pero esta represalia no satisfizo a los indios. Mientras tanto, la enfermedad se iba propagando por el campamento español: Álvaro de Mendaña fallece y deja en su testamento a su esposa Isabel todos sus títulos. Lorenzo Barreto es nombrado almirante, pero muere también días más tarde en una patética y macabra escena en la que el vicario no puede ir a darle la extremaunción por estar agonizando, así que Quirós no sabe a quién trasladar, si al religioso o al almirante. Isabel se convierte de golpe y porrazo en la jefa de todo.

Con el grupo dividido y arrinconado por los indios, esta es la «herencia recibida» por la flamante nueva gobernadora, que rápidamente ve que la expedición es un fracaso y decide poner rumbo a Manila. Aquí es donde Quirós empieza a ser muy deshonesto en su crónica, pues aunque no lo diga, a estas alturas de la película lo único salvable son los derechos de una futura exploración y el marino portugués lo sabe perfectamente. Así que se dedicará a cuestionar todas las decisiones de Isabel, a la que presenta como «varonil, autoritaria y despótica». Se me escapa de qué otra manera podría haber sacado adelante Isabel Barreto la situación, imponiendo su criterio a un grupo de hombres tan peligrosos. Desde luego, siendo empática y comprensiva no. Es llamativa la comparación con el destino de doña Inés de Atienza, mujer del adelantado Pedro de Ursúa, que fue pasando de mano en mano durante el siniestro y surrealista episodio de Lope de Aguirre por el Amazonas hasta su trágico final.


Vista aérea de la laguna de Marovo en las islas Salomón. Fotografía: United Nations Photo (CC)

Quirós quiere abandonar los dos galeones menores, en mal estado, y reciclar el material para la nao capitana, mientras que Isabel ordena salir con las tres naves. Ni que decir tiene que Pedrito la pone a parir, pero tampoco aclara cómo pensaba alojar a tanta gente en un solo barco. La Barreto pone los suministros bajo llave, aísla a los enfermos en una de las naves y la expedición abandona Santa Cruz. A pesar de los ruegos, chantajes, conspiraciones y presiones, Isabel mantiene un férreo control de la comida y el agua, lo que le granjea todo tipo de epítetos por parte del piloto. La situación es desesperada y la adelantada se angustia como todos los demás. Se suceden las protestas, los llantos, los rezos frenéticos. Isabel es muy criticada por usar en una ocasión agua para lavar su ropa. Quirós se convierte en portavoz de los descontentos por el riguroso racionamiento. Y sin embargo, en el momento crítico el milagro se produce: tierra.

En las islas de los Ladrones, los españoles se proveen de los víveres imprescindibles para llegar a las Filipinas. La nao capitana acaba entrando en la bahía de Cobos (Cobo Bay), en donde los indios venden comida a los exhaustos expedicionarios. Isabel, temiendo un motín o una desbandada, prohíbe desembarcar sin su permiso. Un soldado casado —alguna historia posterior se inventa también un hijo pequeño, son los problemas de confundir novela con fuentes históricas— baja a comprar saltándose las órdenes y es condenado a muerte por la gobernadora, que cede ante las súplicas de Quirós. Sin duda son medidas draconianas, pero probablemente sin esta exhibición de dureza nadie la habría tomado en serio. Compárese con la suerte de las otras dos naos, que se perdieron casi al final del viaje: la de los enfermos acabó a la deriva con todos los tripulantes muertos y la otra, que decidió desertar, desembarcó en un lugar controlado por los españoles. Acabaron liándola parda y el gobernador los mandó a Manila encadenados. Este era el material humano con el que se manejó Isabel.

Faltaba el capítulo final, la llegada a Manila. Quirós hizo notar que la nao estaba en muy mal estado (para ello despacha varias páginas en esa lengua romance incomprensible que es la jerga marinera) y sugirió desembarcar artillería, enseres y personal, que ya iría él con los marineros a buscar ayuda «y si eso ya vuelvo». La Barreto, naturalmente, no tragó con esta sucia maniobra, pues eso suponía dar campo libre al piloto para acceder al gobernador Luis Pérez de las Mariñas en solitario. La carrera por una nueva cédula real había comenzado. Contra el pronóstico de Quirós, el barco resistió y el 11 de febrero de 1596 entraba triunfalmente en el puerto de Cavite la «Reina de Saba de los Mares del Sur», como la llamaron, recibida con honores y salvas de artillería. Isabel se casó enseguida con Fernando de Castro, un sobrino del anterior gobernador de Filipinas, ya que necesitaba un marido adecuado para hacer valer sus derechos ante la burocracia Habsburgo.

En este empeño se pierde la pista de Isabel Barreto, pues hay quien dice que viajó con su marido de Perú a España a reclamar, muriendo finalmente en Galicia, y hay quien la ubica de nuevo en Lima, donde fallecería dejando un testamento típico de la alta sociedad hispanoamericana: haciendas, encomiendas y esclavos domésticos. Quirós se movió más deprisa y usó sus contactos con la Iglesia para que el nuevo monarca, Felipe III, le concediera una cédula de exploración. En 1607 descubrió las islas Vanuatu y se especula aún si llegó a tocar tierra australiana, palabra que al parecer acuñó al unir «Austria» con «Austral». Es paradójico si tenemos en cuenta que con el criterio de Quirós, partidario de abrir el acceso a los víveres a gentes poco fiables, es posible que no hubiera vivido para pleitear derechos. La imagen que retrata de Isabel Barreto es partidista e injusta, aunque no puede ocultar los hechos: fue precisamente la «actitud varonil», es decir, la capacidad de liderazgo de la gobernadora sobre subordinados tan difíciles, la que mantuvo la disciplina necesaria en ese trance. Isabel no era una princesa Disney moderna. No sabemos si soñaba o era sensible, pero sí que, a pesar de su lógico miedo y del hándicap de ser mujer en el siglo XVI, supo tomar decisiones controvertidas y valientes, prevaleciendo allí donde muchos homólogos varones habían perecido. Como la gran exploradora que fue.

FUENTE: jotdown.es

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