domingo, 31 de enero de 2016

LO QUE QUEDA DE LAS FILIPINAS HISPANAS



A veces la escasez de medios ayuda a descubrir pequeños tesoros escondidos. La rebaja drástica en el presupuesto de esta Biblioteca para comprar libros, ha dejado tiempo para revisar la vasta colección. Entre otras obras dormidas, encontramos hace poco una colección fantástica de libros sobre Filipinas

que nadie ha tocado en muchos años
y cuya catalogación Había que renovar informáticamente. Registrando cada libro, tengo la grandísima suerte de descubrir a diario un sinfín de aspectos de aquellas Islas, que una vez fueron parte de nuestro mundo hispano.

A medida que he ido repasando libros me doy cuenta de lo poco que las últimas generaciones sabemos sobre Filipinas a pesar de que una parte muy hispana quedó allí en su gente, en la fusión de su cultura y en la memoria. No recuerdo que en los libros del colegio se mencionara más de un par de líneas sobre el desastre del final colonial español y, debo reconocer, que se hablaba de ello junto con Cuba y la generación del 98, con lo que en mi mente infantil se hizo un amasijo difícil de desenredar. Gracias a estos libros he conocido la Filipinas real, llena de historia, de lenguas autóctonas, con una vida cultural decimonónica muy activa y cuyos miembros se apellidaban del Pilar, López, Sevilla, etc. Sus nombres eran Rosa, Marcelo, Pedro, Clara o José. Las fotos, color sepia, revelan rasgos asiáticos pero sus nombres son tan españoles como los de la gente de Soria o de Barranquilla.

Entre estos libros he encontrado uno que me ha dado una visión auténtica de Filipinas a fines del XIX. Es un libro pequeño, publicado en 1930, cuyo autor Pedro Montaner, ingeniero de caminos, cuenta su experiencia durante los últimos años de la presencia española en las Islas, su estancia y su cautiverio hasta la vuelta a la Península. Es una delicia leerlo, porque aunque su estilo es decimonónico en la escritura, refleja una sencillez y un agudo sentido del humor tan agradable, que el relato de sus aventuras y desventuras se hace extraordinariamente entretenido y muy personal.

Su trayectoria vital es como la de muchos de su época y a veces viendo las posibilidades actuales de los titulados universitarios de hoy en día, la historia se repite siglo y pico después. Pedro Montaner, con su flamante título de ingeniero, solicita un puesto de trabajo en el exterior para poder hacer currículum y adquirir la suficiente solidez profesional para tener un puesto de trabajo digno a su vuelta a España. No sin dificultad, logra que lo destinen a Filipinas rondando el año 1896. Cuenta la travesía, la llegada, instalación y posterior cautiverio entre 1897 y 1899. La vuelta a España la relata con extraordinaria gratitud al Cuerpo de Ingenieros de Caminos que solidariamente hicieron un fondo para su rescate y le ofrecieron toda la fuerza moral que pudieron. Quizá esos ingenieros ya pensaban “sin fronteras”.

El relato de Pedro Montaner puntualiza ciertos aspectos que dan riqueza a su obra más allá de la mera narración, porque informa de situaciones del momento que sociológicamente nos ayudan a reconstruir también la historia de España de su época. Su situación profesional la describe como el joven que era, jocoso y despreocupado: “In illo tempore, el porvenir del Ingeniero de Caminos recién salido de la Escuela[…] antes de ponerse en relación directa con el presupuesto de Fomento, había de marcar el paso su media docenita de años, bien cumplida, y al término de su larga espera, ingresaba en el servicio activo, con sus dos mil pesetazas anuales[…] como Ayudante de Obras Públicas” ¿no nos recuerda a los becarios de hoy en día, felices si llegan a mileuristas? Hablando de sueldo, recién llegado a Manila, cuenta que recibía su estipendio en metálico (auténtico) en moneda mexicana. Debe ser que el Galeón de Manila, famoso ferry de línea que unía el puerto de Nueva España (México) con la capital filipina desde 1565 hasta 1815, traía más fácilmente el dinero. Pero cuenta Pedro Montaner que “… era preciso resolver todos los meses el problema del transporte de la paga a domicilio, a causa de que el peso de la misma venía a ser como de media arroba, kilo más, kilo menos”. La arroba son 11,5 kilos. ¡Lo que nos hemos perdido con las nóminas bancarias!



Resolvió el problema el ingeniero llevándose a la oficina a un “bata” o criado que le ayudaba cada primero de mes, a llevarse el sueldo a casa. Tenía ya uno o dos muchachos ayudantes una vez instalado. Cuenta su vida en las Islas como tranquila, sin que nada hiciera intuir que estaban a punto de experimentar la sublevación de los filipinos. El discurrir cotidiano estaba anclado más o menos en el siglo anterior, sin prisas, con los mismos monjes que dominaban la vida cultural y en gran medida social, donde el vago era el español recién llegado a Filipinas y cuando se habituaba le llamaban Castila. Para aclimatarse, había que pasar por la agresión de varios microorganismos desconocidos, lo que provocaba fiebres que nuestro ingeniero superó, como él dice, sin serios quebrantos. Sin embargo, un compañero y amigo suyo sucumbió a los virus y Pedro Montaner cuenta “nunca olvidaré la brusca sacudida que recibí cuando, al entrar en el portal de su casa a mi diaria visita, en el octavo o noveno día de su enfermedad y preguntar por su señor a uno de los batas, me dijo éste con la impasibilidad propia de los de su raza, que su señor estaba un poco muerto; ¡pobre amigo Luelmo!”.


José RizalJosé Rizal

A los españoles de a pie les pilló por sorpresa la revuelta de los tagalos que, agrupados en una sociedad llamada Katipunan tenían una prensa clandestina para animar a sus compatriotas a la revolución. El descubrimiento soliviantó a las tropas españolas y comenzaron las escaramuzas. El ideólogo del movimiento independentista era José Rizal, un intelectual filipino que en 1886 publicó en Berlín una novela titulada “Noli me tangere”. Describía en sus páginas, con gran crudeza, la vida del pueblo filipino bajo la dominación teocrática de los frailes. Aunque se prohibió su divulgación en las Islas, todos los intelectuales filipinos (muchos de ellos formados en España) leyeron la novela y la aplaudieron. José Rizal era doctor en Medicina por la Universidad de Madrid y tagalo de nacimiento. Lo extraño es que no tengamos apenas información de él, cuando no hay español que no haya oído hablar de Simón Bolívar o del general San Martín. No llego a entender el por qué de ese silencio en nuestra cultura general.

A Rizal lo fusilaron los españoles el 30 de diciembre de 1896 en cumplimiento del veredicto dictado en Consejo de Guerra el día 26 anterior. El mundo culto, excepto la España de entonces, pensó que Rizal no mereció tan terrible fallo. Pedro Montaner evalúa el dramático suceso de esta manera: “no hay ya discrepancia, y es al estimar que en aquel trágico día del fusilamiento, a la orden de ¡fuego!, no solo cayó exánime el cuerpo de Rizal, cayó para no levantarse más, la soberanía española en el Archipiélago magallánico […] El 14 de agosto de 1898 se firmaba el acta de capitulación de Manila, y entre los españoles firmantes del histórico documento ¿sabéis qué firma se leía? La de don Nicolás de la Peña, aquel Auditor General que con su rotundo e implacable dictamen dijo la última palabra en el proceso de Rizal. ¿Perturbaría el sueño del implacable Auditor la pálida y vengadora sombra del doctor tagalo […] como perturbaba el de los cortesanos la vengadora sombra del rey de Dinamarca en la tragedia sieskpiriana (sic)? Motivos no faltaban”.

Es un relato tan vívido el que da Pedro Montaner que no permite parar de leerlo hasta llegar al final. El pobre ingeniero y su familia, se ven envueltos en la revuelta y son hechos prisioneros. Su penosa odisea dura dieciséis meses. La población civil no tuvo tantas bajas como el clero. Muchos frailes sufrieron vejaciones en parte por odio alimentado durante años y en parte por pensarse que tenían guardados fantásticos tesoros. Cuenta el ingeniero, que la población de las aldeas estaba muy confusa y que a la llamada a manifestarse lo hicieron con banderas españolas, sin saber que contra quién debían manifestarse y sublevarse era precisamente contra los españoles. Los Estados Unidos aprovecharon la ocasión para apoyar las revueltas entrando en guerra contra los españoles. Una contienda perdida prácticamente de antemano. El momento histórico fue el de una España en plena decadencia y de Estados Unidos lanzándose como un coloso a la conquista del mundo. Al poco de ganar la revolución los filipinos, debieron dejar paso al poder imperialista americano, ya que los autóctonos no tenían ni infraestructuras ni organización suficiente para resistírseles.

Cuando se sustituyeron las autoridades del Gobierno filipino por las del ejército norteamericano de ocupación en Cagayan, los prisioneros españoles quedaron en libertad. Por el Tratado de París, Estado Unidos se comprometía a repatriarlos en 1899. Así llegó el ingeniero Pedro Montaner a España y a bordo del barco que lo traía, a través del telégrafo, sus compañeros ingenieros de caminos se ponían a su disposición para lo que necesitara y a su llegada le hicieron entrega del fondo que habían recaudado para su rescate. Es lógico que Pedro Montaner les estuviera agradecido de por vida, solo por este gesto tan generoso.

FUENTE: LA REINA DE LOS MARES

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